Paquito Rebujón era el hijo menor de una prole de siete hermanos y hermanas descendientes de los guardeses de la finca de recreo de la adinerada familia de los Recosta.
Cuando Paquito tenía seis años de edad iba descalzo y con unos pantalones remendados en busca de su amigo Rafael, el hijo menor de los señores. Rafael miraba con el mismo aprecio al niño pobre que a su perrito Lazy, le gustaba jugar con ellos.
Un día doña Adela, la esposa de don Amador de Recosta dio una sorpresa a la paupérrima familia de los guardeses. Se llevaría al niño Rafael a la capital para formarlo, para que estudiara y fuera un hombre de bien, de provecho se decía antes.
Rafael fue tratado de igual a igual por la familia. Era inteligente y astuto: sabía que en su casa se comía mal, se pasaba frío en los inviernos y se aburría con sus miserias. Viviendo con los Recosta las fuentes de comida rebosaban sobre los blancos manteles, la calefacción central estaba hasta en los pasillos y nunca se aburría. Después de horas de estudio, se iba a con su amigo Rafael a montar a caballo a la hípica donde miraba de reojo a las guapas amazonas de su edad, 18 años, que galopaba en sus monturas por las pistas del complejo.
El doctor don Francisco Rebujón era el especialista más reputado de la ciudad, ganaba mucho dinero, era el médico de moda. Se hizo rico, muy rico y con el tiempo pudo comprar la finca de recreo a los herederos de los Recosta, a su amigo Rafael, que por cierto no sabía que hacer con aquel enorme caserón en mitad del campo y junto a un pueblo de jornaleros revoltosos.
Tres años duró la construcción de la enorme mansión, decorada con una elegancia algo exagerada que además de la consabida pista de tenis y poseer una piscina gigantesca contaba con pistas de paddle y squasch y con un mini circuito de carts, al que sus nietos eran tan aficionados.
El doctor don Francisco con sus 63 años esperaba vivir en su paraíso particular, ganado a pulso con su trabajo y cómo no, como recompensa a su docilidad social. Con el paso del tiempo los hijos y los nietos dejaron de ir a la finca; su esposa y él asistido por dos criadas, un jardinero y una cocinera no llenaban el vacío de los gritos de los chicos ni la compañía de los hijos y de las nueras. Estaban solos, muy solos entre un lujo bien merecido pero mal disfrutado.
Cuando la viuda del doctor se sentaba en la biblioteca a leer viejas novelas caía en una depresión vital ¿Qué pintaba ella viviendo en aquella fantasía de casa?
Mal vendió la finca de recreo y se refugió en el piso de soltera que tenía en el barrio más elegante de la ciudad. Recomenzó una relación entre sus amigas, la mayoría de ellas también viudas y una corriente de tranquilidad la invadió cuando consiguió encontrar un significado a su nueva condición. Tenía 65 años de edad y no estaba mal físicamente, podía buscar otra etapa otoñal de su vida.
Paquito Rebujón, el famoso doctor don Francisco R. de los Recosta (le gustaba apellidarse como su familia de acogida en vez de su segundo apellido, plebeyo a rabiar: López). Desde su tumba se dio cuenta de la futilidad de la vida: tanto luchar, tanto desear para cuando llegó a su meta la mal saboreó por falta de tiempo y quizá, también, por aquella maldición anglosajona, que él no sabía. Esta era que cuando una persona es mayor y se hace un nuevo hogar para habitarlo, lo normal es morirse después de vivir en él por cinco años. La Casa, su casa fue la perdición.
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