domingo, 29 de diciembre de 2013

Una epidemia de eutrapelia

Hace no mucho visité un país llamado Espín a través de una ONG que intentaba aclarar un fenómeno nunca antes visto: una epidemia de eutrapelia que devastaba a su población sin respetar a pobres ni a ricos, ni a grandes ni a chicos, ni a políticos ni a mercanchifles. Todas los infectados propendía hacia un nuevo tipo de conducta personal basada en un exquisita educación y en el buen gusto en sus hábitos de vida.

En el contexto geográfico mundial Espín era considerada como una nación sin penas ni glorias. Antes tuvo un pasado brillante que sirvió de arquetipo para la creación de otras culturas y países. Pero con el paso del tiempo, sin saber las causas, este bello país cayó en una mórbida degradación que a modo de metáfora literaria le sucedió lo que a Gregorio Samsa que se levantó de la cama con la forma de un gran insecto, de una cucaracha horrible. 
Espín, un país cuyos habitantes tuvieron fama de nobles, de caballeros, pulcros en el trato, hacendosos y poseedores de otras virtudes que cayeron en la degeneración, como una manzana agusanada por la intemperie y  que poco a poco, se precipitaron por el barranco de la avaricia,  del engaño, de la corrupción, de la estulticia, del robo y de la chabacanería colectiva hasta que apareció este virus, el de la eutrapelia que matamorfoseó a sus habitantes  a la inversa que el personaje kafkiano: todos los espinianos pedían las cosas por favor y decían gracias, se hablaba de usted en señal de respeto, se trataban entre sí con la máxima cortesía. El arte de la cortesía y de la buena crianza llegó con la eutrapelia, con este virus tan beneficioso. Con esta epidemia tan esperada y necesitada. 

jueves, 26 de diciembre de 2013

LA INFANTONA

Una mujer que triunfó en la vida usando su seso más que su sexo.

Aquella fornida jornalera andaluza de cuerpo hermoso con redondeados brazos, poderosos muslos y prominentes caderas se cansó de su miserable vida arrancando garbanzos, segando el trigo en  las enormes fincas de los señoritos y viviendo en el chozo familiar rodeada de miserias y escaseces y sin meditar demasiado decidió que su suerte tenía que cambiar. Ahorró lo suficiente para pagarse un viaje en tren a Madrid donde trabajaría de sirvienta; los tiempos cambiaban en aquellos tiempos, finales del siglo XIX y ella tenían que ir a la par con las circunstancias.

Carmela o Carmelilla como era llamada la jornalera trabajó de sirvienta en la casa de una rancia familia madrileña pero ganaba menos aún que en el campo. Ella quería más. Una amiga, criada en otra casa burguesa, le habló sobre unos juergas que de vez en cuando montaban unos señoritos donde se bebía, se cantaba y se retozaba. Carmela fue a una, a dos y a varias fiestas hasta que encontró a un crápula de buenos modales que quedó prendado de sus especiales habilidades (?).
Ese caballero juerguista resultó ser el duque de Galliera que se encaprichó en cuerpo y alma de ella. Nadie supo como fue encandilado don Antonio de Orleans y Borbón, casado con la infanta doña Eulalia,  hija del rey Alfonso XII.

A Carmela, ahora se hacía llamar Carmen, le encantaba el lujo y el vivir a lo grande: el infante don Antonio duque de Galliera la prodigaba de regalos fastuosos hasta donarle un lujoso palacete en París.

Como el infante residía en Sanlúcar de Barrameda allí se llevó a su querida construyéndola un palacete en la Plaza del Cabildo. Carmen quiso codearse con la aristocracia sanluqueña pero ésta no la aceptó y la llamaban despectivamente la Infantona.

Por otra parte, doña Eulalia, la esposa de don Antonio era incapaz de quitar de la cabeza a su marido su relación con Carmen y evitar así que parte del patrimonio familiar pasara a manos de la Infantona. 

Por su parte Carmen consiguió de su amante las propiedades de las hermosas fincas de El Botánico y El Maestre así como valiosos muebles y tapices y lo peor de todo de las joyas, dinero y valores bancarios que ella, bien asesorada, depositaba en bancos extranjeros. La Infantona también consiguió que el propio Benlliure le erigiera un mausoleo en una iglesia de su pueblo natal y ya en la cima consiguió que el duque se gastara una fortuna para conseguirle  un título nobiliario, el de la II Vizcondesa de Termens.

La relación de amantes duró 20 años hasta que la infanta doña Eulalia y sus hijos mayores pudieron inhabilitar a don Antonio que se refugió en París con un criado viejo y una modesta pensión. Murió casi en la miseria en aquella ciudad en 1930.
La Infantona se trasladó a vivir a una lujosa casa de su pueblo, Cabra de Córdoba, donde vivió como una verdadera señorona, haciendo obras de caridad y creando una fundación con su vizcondado.

Carmelilla Giménez, jornalera andaluza años antes, era doña Carmen Giménez-Flores Brito y Mill II Vizcondesa de Termens.
Murió en su pueblo en el año 1938. 

martes, 24 de diciembre de 2013

Foto B


La mujer del pescadero

Luisa se casó con Paco por amor y también porque  ambos eran del mismo pueblo. Eran elementales, muy básicos y solo querían existir.  Con el tiempo sus caminos se bifurcaron poco a poco: Luisa se sumergió en un mundo de belleza espiritual, en esa fantasía tan necesaria para soportar la rahez de una vida materialista y rutinaria mientras que Paco se obstinaba en ganar dinero y más dinero con su pescadería, que por cierto era la mejor del mercado de abastos. 

"Yo no se lo que busco eternamente
en la tierra, en el aire y en el cielo; 
yo no se lo que busco, pero es algo
que perdí no se cuando y que no encuentro"

Así pensaba Luisa mientras que su marido le explicaba el plan que tenía para abrir una sucursal de su pescadería junto al ayuntamiento, su mente divagaba mientras sonreía estúpidamente a Paco, sus pensamientos flotaba entre una nebulosa intentando encontrar una belleza espiritual que tanto necesitaba.

"Poniéndola en esperanza
de aquello que esperaba; 
allí me hirió el amor
y el corazón me recaba"

Pero no, por mucha imaginación que le echara, por mucha metafísica que ella buscara en su relación con su esposo existía un escollo insuperable  que ella aceptaba para poder vivir relativamente bien aunque odiara a su propia cobardía.

Una vez que Luisa tomaba una relajante ducha de agua tibia notó y palpó entre sus ingles una escama de pescado, con repulsión la tiró lejos de si y recordó aquella poesía:

"Te odio...¿por qué me amas?
secreto es este el más triste
y misterioso del alma"