jueves, 26 de junio de 2014

La ternura poética de un guardia antidisturbios

Cuando se contempla la vigorosa estampa de un grupo de hombres disfrazados de robocops apaleando a manifestantes nuestra almas se subleva y siempre simpatizamos con los apaleados, nunca con los apaleadores porque creemos que bajo ese disfraz imponente hay un cerebro de mosquito hambriento más que la de una persona. Pero no es así, la mayoría de ellos son también seres humanos que piensan y sienten como un hombre normal.

Julio H. Pedrón, natural de un pueblo de un valle asturiano, pastor de profesión tuvo que hacer el servicio militar obligatorio, como era normal hace años. Julito, de niño bebía mucha leche y comía queso y pan más de los normal desarrollando una corpulencia notable aunque su cerebro estaba seco por falta de instrucción. En la mili le enseñaron a leer y a mal escribir y a hacer hasta cuentas de multiplicar por decimales. En el cuartel comía y dormía en cama todos los días; se dio cuenta que vivía mejor que cuidando cabras en mitad del monte. 
Antes de terminar el servicio militar leyó un panfleto donde se solicitaban policías armadas, los grises como se les llamaban. Se necesitaba haber hecho el servicio militar, no tener antecedentes por rojo y saber leer y escribir y hacer cuentas. Perfecto, aquí tengo mi futuro - pensó Julio.

Su júbilo se desparramó como el agua por el prado cuando se vio vestido con aquel uniforme gris, aquella gorra de plato con una cinta roja y sentir el peso agradable, en el cinto,  de sus  dos herramientas de trabajo: la flexible y aterradora porra y la pistola reglamentaria con un cargador de repuesto.

Julio después de ganar varios jornales se casó con Marta, un chica que servía en la casa de unos señores que eran muy distinguidos. Era de aldea, como él, pero llevaba en  Madrid varios años y se había refinado bastante, incluso leía libros que la señora le permitía coger de la biblioteca.

Un día que Julio tenía libre y estaba cansado de ver la televisión se recostó en el sofá y revolvió entre los libros que Marta tenía depositado en el mueble bar de formica: Dámaso Alonso, Campoamor, Neruda, San Juan de la Cruz, etc.
Julio comenzó a hojear uno de ellos y leyó:
"Yo no supe donde entraba,
pero cuando allí me vi,
sin saber dónde estaba,
grandes cosas entendí,
no diré lo que sentí,
que me quedé no sabiendo, 
toda ciencia trascendiendo"

Dos lágrimas brotaron de los aburridos ojos del antidisturbio. Un acto de amor universal se forjó en su encallecido corazón. Sollozó como un niño y de pronto, poniéndose de pie y  secándose las lágrimas, se avergonzó pensando lo que diría su sargento si lo viera.


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