viernes, 24 de febrero de 2012

Dos historias verdaderas

La condesa pobre

Si uno es algo observador, tiene una mente curiosa y ha vivido en diferentes lugares y situaciones habrá experimentado y degustado vivencias ajenas sabrosas y novelescas.

Cuando yo vivía en Valladolid algunas noches asistía a un centro para estudiar paleografía. Allí conocí a una persona que era un familiar de la Condesa doña Claudia (nombre supuesto). Esta señora fue la heredera de una gran fortuna hasta que se arruinó por culpa de un capricho que vestía pantalones. Claudia, cuando yo la ví, con medio siglo a cuesta, no era fea del todo pero lo que si era terriblemente vulgar; encajaba más bien viviendo en un barrio marginal obrero que en aquel elegante piso de lujo que tenía en el Paseo de Zorrilla de su juventud, en aquellos clasistas años 60.

Un militar, teniente o capitán de la Academia de Caballería, guapo, atlético y un jugador empedernido le echó el ojo. Supo que era hija única, semiboba y necesitada de un macho a sus 38 años de edad. El buscafortuna se casó con ella. Formaban una pareja asimétrica: ella feucha, vulgar (pese a su ascendencia aristocrática), ignorante, pero muy rica. Él un guapo mocetón, con esas relucientes botas altas de montar que simbolizaban puro machismo pero un sinvergüenza redomado y más pobre que una rata. El galán supo esperar hasta que muriera la madre de Claudia. Ésta dejó que administrara su fortuna: "Tú sabrás administrar mis fincas mejor que yo, que soy mujer y no entiendo de números" - le dijo la condesa.

No pasó más de un lustro cuando el matrimonio se arruinó a causa de las deudas de juego del caballerete. El gallardo militar se divorció y se fue a vivir a otra ciudad. Ella pudo quedarse en uno de los pisos que por feo y está mal ubicado no pudieron vender. Ahora, con 54 años de edad, sin hijos que la protegieran y sin marido tuvo que buscarse la vida como pudo. Una amiga, que era coordinadora de Tupperware, le dio trabajo. En erl año 1972, yo la ví por las calles vallisoletanas con un maletín de muestras visitando casa por casa para vender sus tuppers.


La sirvienta señora.

Visitaba la librería que yo regentaba una señora anciana, casada con un insigne notario granadino, acompañada siempre por su criada de confianza.
Al cabo de un tiempo se comentaba que don Alfonso, el notario, se había quedado viudo y que antes del año se había casado con la sirvienta. Se barajaron varias hipótesis, la más veraz fue que el hombre, en una edad provecta, no podía vivir sólo en su piso de 200 metros cuadrados y que Ana, la criada de confianza, 43 años de edad, buena, servil, católica y calladita era la mujer ideal para que lo cuidase hasta sus días finales.
La gente sabía que el notario nunca llevaba a su joven esposa a las reuniones familiares o profesionales pero que la trataba como a una reina y con respeto. Ana, con el tiempo cambió de look: vestía extremadamente elegante y se podía ver que iba a la peluquería dos o tres veces a la semana. Y lo mejor de todo, tenía dos criadas en casa para sentirse ella misma como una señora y cuando compraba en el centro comercial usaba una tarjeta Visa Oro sin recato alguno.

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